y a la violencia de la luz que irrigaba de su rostro,
de su cabeza iban colgando dos trenzas como hilos de oro;
que hacían llamarle el columpio de su belleza;
que los despojaba del aire en cada una de sus respiraciones.
A la par de sus andanzas que urdían en excusas:
cuando la vista perdía en la geometría de su joven cuerpo.
En aquel momento comprendió que habría que ocultarles,
más allá de los ojos del hombre, del perfume desprendido
[de su piel,
La vida se les iría cuando sus labios pronunciaban su nombre.
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